El gran cantor de tango Horacio Molina interpreta en vivo los
clásicos del género, acompañado (cuando no por él mismo) por Jorge
Giuliano en guitarra.
ESENCIAS por Diego Fischerman
Para Bach –y para toda la historia europea anterior y posterior, desde las representaciones religiosas de la Edad Media hasta la ópera romántica y el cine de Hollywood– los sonidos agudos eran espirituales y los graves profanos y hasta infernales. Para los monjes del Tibet es exactamente lo contrario.
Ciertas escalas musicales, profundamente melancólicas cuando se las escucha en los lugares más occidentales de Occidente, son alegres hasta el paroxismo en los pequeños pueblos del lado oriental de Europa donde nacieron.
Las bellas voces de la ópera son espantosas cantando un bolero y las hermosas voces del blues serían desagradables en un lied de Schubert. Podría decirse que todo, o por lo menos todo aquello que tiene que ver con los valores y poderes representativos que se le atribuyen a la música, es cultural. Y sin embargo hay algo anterior a toda cultura. Algo que está y estuvo en todas ellas, desde que el hombre tuvo lenguaje hasta la actualidad, y en todas las clases de sociedades. Para hablar con los dioses, para enamorar, para despedir a los muertos queridos, para contar las historias más trascendentes, aquellas que cuentan la propia historia, se canta. Para el ser humano, siempre, resultó evidente que la palabra cantada era más poderosa que la palabra.
El tango, se sabe, muchas veces es una canción. Y, sin embargo, son pocos los cantantes profesionales que lo tienen en cuenta. Las voces que, a los gritos, vociferan una frase tan íntima como “acaricia mi ensueño el suave murmullo de tu suspirar” ponen en juego hasta qué punto, como en otros rituales, los gestos del tango se han desprendido de los contenidos que les dieron origen. Hablar de “tango esencial” es, entonces, recuperar ese momento en que las palabras cantadas eran más –y no menos– que palabras. Es volver, además, a ese momento fundante, en que la relación desnuda, sin ocultamientos posibles, de un cantante con la guitarra, permitía precisamente la puesta en escena de la escencia; a ese mito de origen que, por muchos motivos, es Carlos Gardel. Y para nadie podría ser más verdadera esta búsqueda de esencialidad como para quien encuentra en ella, también, su propia esencia. Horacio Molina, un cantante que tiene el raro mérito de homenajear a Gardel sin caer en ninguno de los tics de Gardel y que, como lo ama, jamás se rebajaría a nada que pudiera parecerse a una imitación o una parodia, trabaja, en todo caso, y desde siempre, con la idea de lo esencial. Canta despojando cada canción de todo aquello que no es la canción. Procede, como un escultor, por sustracción –dejando sólo lo que la canción es–. Y canta sólo esas canciones de cuya importancia está convencido, cantándolas de la mejor manera posible: con un respeto absoluto por las maneras que le son propias y, al mismo tiempo, sin mimetizarse con las versiones del pasado.
Horacio Molina, en Tango esencial, canta sólo con una guitarra. Allí aparecen, a la vez, los significados más profundos de Molina y del tango. Tal vez en esa cercanía, en esa misteriosa cualidad de que género y cantante encuentren sus aspectos más propios en el mismo lugar, es donde radica el inmenso poder de estas palabras cantadas. Molina es uno de los cantantes más finos, con fraseo más elegante y timbre más cálido y cristalino de la Argentina, en una época en que las modas y la transmisión boca a boca de gestos vacíos hicieron creer que la fineza, la calidez y la elegancia eran cosas del pasado. La delicadeza y el rigor obsesivo puesto en la elección de cada acorde, en lograr que la armonía de una versión sea única, posiblemente venga de la bossa nova y del bolero cubano de los años 50, géneros que Molina cultivó, también, con amor. La preocupación porque el texto se entienda y porque algunas palabras puedan volver a ser escuchadas como si fuera la primera vez, quizá provenga de su pasión por el barítono Dietrich Fischer-Dieskau. Pero nada de eso es ajeno a algunos de los viejos cantantes fundadores del tango-canción. Ni Gardel ni Charlo, ni Rivero ni el Goyeneche de fines de los 50 necesitaban inventar nada raro para decir, para que una canción fuera más que todas sus notas puestas en el lugar correcto. Y es en esa tradición, la del tango pero, mucho antes, la de la canción y, sobre todo, la de la búsqueda de lo esencial, donde Horacio Molina se sitúa con naturalidad.
Grabado en vivo en el Teatro Regio, Buenos Aires el 1° de marzo del 2005.
Producido por Horacio Molina y Fernando Laviz.