Melingo no está loco.
Por eso son posibles sus tangos improbables, vertebrados por la locura. Melingo es una persona, claro. Se ha sobrevivido a sí mismo, a sus infinitas peripecias personales, hasta convertirse en un personaje literario de carne y hueso. Melingo es la leyenda de Melingo, el protagonista de una vida a veces demasiado intensa que tuvo que desembocar, inevitablemente, en el tango.
Para ser Melingo hay que caminar por la calle olfateando la poesía como un perro de presa. Hay que bailar como un látigo y cantar como una cicatriz. Melingo es un músico enorme. Estudió en un conservatorio pero conserva poco de aquella academia. Fue –siempre será- un aventurero furioso, delirante, alucinado. Un bohemio de Buenos Aires, o sea del mundo. Podemos llamarlo Maestro porque supo alcanzar la sencillez. Nada más natural, entonces, que la carcajada de fuego de sus tangos.
“Santa Milonga” pulveriza los límites entre lo sagrado y lo profano. En estas canciones hay tanta adoración como irreverencia. Hay un vagón de ortodoxia y toneladas de herejía. Hay exceso y hay pulcritud. Amor y burla. Melingo penetra en los altares de la música rioplatense sin llamar. Las puertas se abren a su paso porque se ganó palpitando el derecho a jugar con la ley del tango.
Tango de ley, entonces: la formidable locura de Melingo.
Texto de Sergio Makaroff